viernes, 5 de diciembre de 2008

El sueño de la guerra limpia





Nota de Martin Caparrós, públicada en el diario Critica Digital.

Hace unos días charlaba con Guy Raz, corresponsal de guerra de la National Public Radio norteamericana; después me preguntaba –yo me preguntaba– por qué aquí nadie hace radio. En la Argentina los periodistas y conductores de programas de radio usan la radio: hablan por radio –incluso bien–, discuten por radio, editorializan por radio, entrevistan por radio, pero casi nadie hace radio. Digo: en general, no usan los infinitos recursos que la radio ofrece para contar historias.
Hace siglos, cuando enseñábamos con Jorge Dorio en la recién creada Facultad de Comunicación de la UBA un “taller de radio”, empezábamos pidiendo a los alumnos que relataran algo sin hablar: compaginando músicas, sonidos, ruidos de la calle, fragmentos de entrevistas; que, para empezar a contar, buscaran más allá de la facilidad de la palabra. No inventábamos nada: en otros lugares hay y siempre hubo gente que hace radio. Guy Raz es uno de ellos, y el otro día me mostraba su último reportaje sobre Irak , por el que acababa de ganar un premio importante. La historia empieza una noche, cuando la guardia de una base médica norteamericana en Irak recibe la noticia de que un soldado acaba de ser herido en un enfrentamiento, a un centenar de kilómetros de allí: la máquina médico-militar se pone en marcha y empieza, dice una piloto de helicóptero, la “hora dorada”:

–Si conseguimos rescatarlo y ponerlo en un centro médico antes de una hora, el herido tiene casi cien por ciento de posibilidades de sobrevivir. Hay que apurarse, cada minuto es crítico.

Antes de cinco minutos un helicóptero ambulancia está en el aire, guiado por la información de los satélites que le dicen cuál es el trayecto más seguro. Guy Raz cuenta cómo la oscuridad los confunde cuando buscan el lugar donde deben aterrizar, y se oye a los pilotos preocupados: saben que cualquier demora puede ser fatal para el herido. Al fin lo encuentran, lo suben, salen a todo gas y en siete minutos aterrizan en el hospital de la base: media hora después de ser alcanzado por una ráfaga de metralla, el teniente Brad Mellinger está en la sala de emergencias.

–Su herida puede ser mortal.

Dice –en la radio– un teniente coronel médico en voz baja, y Raz explica que Mellinger tiene el fémur roto en cien pedazos y que esa parte del cuerpo está tan irrigada que, si no lo tratan enseguida, puede morirse desangrado. El propio Mellinger cuenta, vacilante, cómo lo hirieron mientras encabezaba una patrulla en la orilla del Tigris:

–…entonces oí algo y sentí la pierna pesada. Primero me pude mantener parado, pero a los dos o tres segundos me caí…

Mellinger tiene 24 años, pero la mitad de los muertos en Irak eran más jóvenes, y el médico cuenta que están tratando de pararle la hemorragia y que en unos minutos lo van a llevar a la sala de operaciones. Mellinger se salva y la historia, en tres partes, sigue con el relato de cómo, al día siguiente, lo embarcan en un avión sanitario para llevarlo a Landstuhl, Alemania, donde los Estados Unidos mantienen un gran hospital militar. En menos de 24 horas, dice Raz, el muchacho habrá pasado de la explosión y el barro a una cama impoluta y los mejores médicos.

Allí, ya más tranquilo tras su segunda operación, el teniente Mellinger cuenta que llamó a su mujer para decirle que iba a volver a casa para Navidad.

–Pero cómo, ¿no tenías que quedarte en Irak un año más?

–Sí, querida, pero acaban de herirme.

Dice, y suelta una carcajada. Las guerras, con su enorme campo de experimentación y las urgencias del triunfo, siempre han sido ocasiones incomparables para el avance de las ciencias y las técnicas. Algunos de sus defensores más fervientes dicen, incluso, que las vidas que salvan sus innovaciones son muchas más que las que cuesta su crueldad. Y es cierto que la medicina la aprovecha a fondo. Debemos agradecer a la clarividencia y dedicación de Hitler, Jorge V, el zar Nicolás, Roosevelt, Francisco José, el emperador Guillermo, Mussolini, Stalin, Hirohito, muchos de los remedios que todavía nos curan.

La progresión ha sido extraordinaria. Los heridos de la Primera Guerra Mundial tenían un 10 por ciento de posibilidades de sobrevivir. En la Segunda, la chance aumentó al 33 por ciento: en veinte años, un soldado herido multiplicó por tres sus posibilidades de contarlo. En Vietnam, la proporción pasó al 66 por ciento: dos tercios de los he r ido s s e salvaban. Pero en Irak esa proporción está llegando al 97 por ciento: sólo mueren tres de cada cien heridos en combate.

–Te pueden matar directamente, pero si te hieren estás casi salvado. En Irak ha habido unos 32.000 heridos, y sólo 4.000 muertos. En cualquier otro momento de la historia, por lo menos la mitad de esos heridos habría muerto.

Me comentaba Raz, y me habló de los transportes y las técnicas médicas y del equipo de protección que usan los soldados, una especie de armadura para el tronco que no existía hace diez años.

–Eso los salva, pero también produce una gran cantidad de mutilados, hombres y mujeres que pierden las piernas, que no están protegidas…

Decía Raz, y que el problema es que estas “guerras sin sangre” –con poca sangre– van a ser mucho más fáciles de lanzar para los gobiernos norteamericanos. Es cierto que la mayoría de sus compatriotas empiezan apoyando sus guerras con bastante entusiasmo, hasta que ven el precio y no les gusta. El argumento antibélico decisivo son esos soldados que vuelven a sus casas en esas bolsas de plástico negro: así se terminó Vietnam, así se les complicó Irak. Si el ejército norteamericano avanza en el camino de la guerra limpia –limpia para sus soldados–, a sus jefes les va a resultar mucho más fácil venderla, sostenerla.

Lo cual es significativo ahora, y va a serlo cada vez más. No falta tanto –¿un par de décadas?– para que el avance chino amenace en serio la supremacía norteamericana, y yo sigo creyendo que ningún imperio se suicida, así que en algún momento de este siglo, supongo, va a suceder la verdadera madre de todas las batallas: la guerra sino-americana por el control del mundo. Que, por supuesto, puede tomar formas muy diversas: una sucesión de peleas locales, un gran choque brutal nuclear, un minué de fintas y amenazas, o vaya a saber. Para ese momento decisivo, cualquier cambio en las formas de la guerra –y en su aceptación popular– va a ser crucial. Si los norteamericanos consiguieran una guerra más limpia y, por lo tanto, popularmente aceptada, podrían lanzar campañas más largas y mortíferas –por lo menos para sus contrarios. Porque ésa es la otra cuestión: una guerra sin muertos es una contradicción en los términos. Si la medicina avanza tanto que las armas actuales ya no matan, alguien va a empezar a hacer mejores armas, que maten pese a tanta medicina. Y si las armas mejoran todavía más, todos los que no tengan la infraestructura sanitaria norteamericana van a caer como moscas. Los sueños de la razón producen monstruos; el sueño húmedo de una guerra limpia puede producir la más sucia de todas las guerras. Ésta es la historia más antigua del mundo y parece, como siempre, que recién empieza.

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